lunes, 25 de abril de 2016

SIESTA de OLGA GIL LOPEZ

Prometí a Olga Gil López, escritora y ceramista cordobesa, que como regalo para su cumpleaños 91  publicaría el cuento “Siesta” cuya copia me dio hace algunos años, para que lo tuviera- cuento que fue premiado por la Municipalidad de Córdoba.
Una joyita literaria que pinta La Calera de antaño en estas queridas sierras cordobesas.
Quien conozca el pasado de esta población, en un principio ciudad de casas quinta usadas para vacacionar, podrá reconocer personas, casas y lugares.
El mundo era mío,
era todo mío
en él yo reinaba,
por mi las abejas
alegres zumbaban
Y las golondrinas
movían sus alas.
L.R.Stevenson
Era la siesta de un febrero demasiado caliente. Sólo a su prima Azucena, la mayor, podía ocurrírsele que la mejor manera de aprovechar sus vacaciones, era estudiando unas horas y eligió justamente la siesta.
Encerrada en la amplia sala, lejos de los dormitorios, en penumbra y con el Lemoire abierto sobre la mesa, Clara hacía grandes esfuerzos para no dormirse.
Los antiguos sillones tapizados de adamascado raso, algo marchitos por el tiempo, con sus esbeltas patas y el amplio respaldar dorado, parecían invitarla a un pequeño sueñito, pero Azucena dijo señalando con un dedo imperioso: -Estudia desde aquí hasta aquí. Escucharé tu solfeo desde el dormitorio.
Clara pensó con rencor: -Todo por haberle contestado mal esta mañana.

Las figuritas de porcelana que hacían reverencias palaciegas desde el reluciente mármol de la consola, se reproducían en el espejo que llegaba casi hasta la altura del techo.
En un rincón, el negro piano de concierto que fue traído hasta las serranías con infinitos cuidados y maltratado por generaciones, bostezaba sin apuro. Trece años tiene Clara, trece años encerrados en una siesta caliente.
La altísima ventana de la ochava que da a la calle, la convida a descorrer las cortinas y mirar a través de los vidrios el encaje de luces y sombras que el sol teje entre los árboles. Ni los perros se aventuran por el pedregullo del camino.
La siesta es hora sagrada. En la casa cada uno permanece en su cuarto, con los postigos bajos, casi a oscuras, tendidos sobre la cama, abanicándose sin descanso, procurando mover el pesado aire tibio.
Nadie circula por la galería. Silencio absoluto. Tal vez alguna molesta tos irrumpe desde la profundidad de las habitaciones.
Clara sabe que es la costumbre dormir hasta las cuatro o cinco de la tarde cuando, desde la cocina, comienzan los preparativos para el mate o el yerbiado.
La vetusta bisagra de la ventana casi no hace ruido cuando Clara la mueve con sumo cuidado. Pasa sus largas piernas por el hirviente mármol del alféizar y después vuelve a acomodar suavemente la ventana como si estuviera cerrada por dentro.
Ahora, el río. Sus primas no van casi nunca al río, pues lo consideran un paseo de turistas o vagabundos.
El reverbero del tórrido sol, la obliga a parpadear enceguecida. La siesta respira su pesado aliento. Se refugia en la sombra de los grandes árboles.
Con rápido paso desciende por un angosto sendero que corre paralelo al cauce del río zigzagueante, con trechos unos oscuros y tumultuosos, otros plácidos y serenos.
Crecen en sus orillas matas de olorosos yuyos silvestres. Clara corta unas hojitas que aprieta entre los dedos, aspirando golosamente el verde perfumado.
A sus oídos llega el bullicio de niños persiguiéndose entre los matorrales. Son los hijos del Dr. Sayago. Desde que ella está en casa de sus tíos los ha visto pasar siempre juntos, jugando. Algunas veces en bicicleta, otras montados de a cuatro en dos caballos percherones, mansos y forzudos. Sus risas se oyen desde lejos. Clara sonríe feliz. Camina despacio, mientras disfruta la aventura de andar sola.
En su turbulenta cabecita los pensamientos son como libélulas arrastradas por el viento.
Recuerda que esa noche vendrán sus padres desde Córdoba a buscarla.
Los peones comenzarán temprano a regar el patio de ladrillos para refrescar la noche.
Solamente se encenderá la luz del amplio zaguán. Escucha el chirrido que hace la cadena del viejo aljibe con su brocal de mayólicas morunas y el arco de hierro forjado que rechina rezongando.
Los mayores se sentarán, haciendo rueda, en los crujientes sillones de mimbre, a conversar bajo las estrellas o a escuchar en silencio las voces de la tierra.
Desde el jardín las magnolias y las n­ochebuenas enviarán el sortilegio de su fragancia. Mientras camina tararea bajito algunas letras medianamente aprendidas.
Le llegan las advertencias de su prima: -El río es traicionero. Hay remansos. La gente desprevenida es arrastrada al fondo.
Tanto le han dicho que prefiere olvidar las recomendaciones y pensar en otra cosa. Qué puede ocultar esa corriente transparente, donde se ven los cantos rodados en el fondo y algunas mojarritas. Cruza por la parte más baja, saltando entre las piedras que sobresalen del agua. Busca una sombra cerca de la orilla, se descalza y hunde los pies en el río, que por momentos interrumpe su carrera para hacer círculos alrededor de sus piernas. Le parece estar dentro de un sueño perfecto, donde la música la ponen los aleteos de los pájaros y el susurro que lleva la corriente. Bulle su savia bajo la piel. Su joven vida es como esta siesta. Con los párpados entornados le parece mirar por primera vez los insectos borrachos de polen, revoloteando entre las flores. Levanta la cabeza y le asombra el deslumbrante cielo celeste sin nubes. Tiene que volver, lo sabe. Recuerda las arengas, su prima y su imperioso dedo sobre el libro de música. Si ya han notado su ausencia tendrá que entrar por la puerta grande tratando de no mostrar temor ante el enojo de su tío o de sus primas. Si duermen, entrará por la ventana. Se apoya en un viejo sauce que tiene la mitad de sus raíces en el agua.
Un grito llena el espacio. Los chicos de Sayago dan vuelta la cabeza sorprendidos y corren hacia ella. Está parada, rígida, la cara crispada de espanto. El oscuro remanso ha atrapado un rostro, cuyos ojos desorbitados la miran desde la muerte.